La decoración es algo que podemos desarrollar con mejores o peores resultados no importa en qué espacios o lugares. En la montaña, en la playa, en un edificio anodino de cualquier ciudad del mundo, en una casa rodante en Arizona o en una carpa en medio de la sabana africana. No hay grandes condicionamientos externos para el gusto. Estudiando el tema de la luz, el paso del sol por los distintos ambientes para ver el tema del colorido a usar y los metros2 para ver si queremos optimizar vía nuestro preconcebido minimalismo o la “exageración como única realidad válida” (Diana Vreeland), poco más es lo que necesitamos para crear no importa donde, aquel espacio que nos identifica y nos diferencia del vecino del frente o del lado.
Sin embargo, y reconociendo que son oportunidades que no se dan a diario, hay direcciones emblemáticas, un nombre, una calle o un número, que le confieren a nuestra vivienda, un valor agregado no menor. Y que por otro lado nos exigen, ya sea por el peso histórico o por los llamados “mitos urbanos”, una mayor preocupación a la hora de asentarnos dentro de la misma. A lo largo de mi vida puedo decir con propiedad que he tenido el privilegio de vivir en dos lugares que de solo nombrarlos, te generan casi el mismo status de tener un título nobiliario o un cargo político.
El 17 de la Place des Vosges parisina (antigua plaza Real de tiempos de Enrique IV, Luis XIII y Ana de Austria, es decir principios del 1600), fue mi dirección parisina por casi tres maravillosos años. En un techo del pabellón Bossuet, actual residencia de Jack Lang y Olivier Picasso, no más de 60 metros cuadrados y unas vistas infartantes sobre la Plaza de ladrillo y pizarra, mi reducto , más gabinete de curiosidades que otra cosa, él lugar que me hizo millonario sin tener un peso en el bolsillo. Más bien casi, lo suficiente para alquilar, comprar la baguette diaria y poco más. Gran laboratorio de ensayo de lo que hoy conocemos como “sello Alsina”, este departamento me obligó a entender que es imposible avanzar en la decoración, sin mirar hacia atrás.
En otro registro absolutamente distinto, grandes espacios, profusión de dormitorios, baños y accesos, los 200 mt2 del edificio Kavanagh, mi nueva dirección en Buenos Aires, me obligará seguro, a desembolsar considerables sumas para dejarlo en el registro que vengo pensando. Terminado en 1936 y en continua controversia de que si fue construido por Corina Kavanagh como una venganza social hacia los Anchorena, tapándoles toda vista hacia la Basílica de los Sacramentos encargada por esta familia en 1916, sí es cierto que fue el rascacielos más alto de Sudamérica y el primer edificio construido por estas latitudes en hormigón armado. Pensado inteligentemente para que cada uno de los 100 departamentos tuviera su ascensor directo, con calefacción y aire acondicionado central, y declarado monumento histórico, vivir hoy mirando desde lo alto la Plaza San Martín con la Cancillería (ex Palacio Anchorena), y desde las habitaciones y baños las torres de Puerto Madero al fondo, un lujo asiático en la ciudad de los contrafrentes. Recién instalado, lo que consiga en términos decorativos, está por verse en que registro de lujo logre aggiornarlo según mis necesidades actuales.