Proust la llamaba “santuario de la religión de la belleza”, y la belleza no era para él, como para Ruskin, un objeto de disfrute, sino una realidad más importante que la vida. Una belleza exigente en sí misma. Venecia, que sobrevivió a Atila, a los mercaderes, a los aristócratas, a Bonaparte, a los Habsburgo y a Eisenhower, Hemingway, Visconti, la Mostra de cine, las Bienales y los millones de turistas que hacen cola para sentarse unos minutos, veinte euros la copa, en el Florian o en el Harry’s Bar. Si una ciudad, sitiada entre sus aguas y arrasada por sus turistas es capaz de resistir tanta gente cargada hasta los dientes con sus cámaras digitales, yo creo que será capaz de seguir resistiendo los intentos de ser pintada, fotografiada y escrita por los que llegamos mucho después de que la ciudad fuera tan hermosa y decadente como para ser la diosa de las ciudades maravillosas. Mientras ella lo siga soportando, nosotros seguiremos arrebatándole la salud porque no podemos trasplantar su belleza.
ANDRES ALSINA / CASAS 2011
Alsina en un balcón del mítico Cipriani |